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Gaucho ilustrado

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Aunque el aniversario de su edición original pasó casi desapercibido, el clásico poema reafirma su vigencia a través del tiempo. Literatura popular y valores educativos.

 

Perfil. Juan C. Castagnino ilustró una edición publicada por Eudeba en 1962.

Se suponía que entre diciembre de 2012 y enero de 2013 se producirían, al menos, algunos recuerdos públicos del Martín Fierro. Sucede que en el último mes de 1872 se anunció el lanzamiento de su primera parte –El gaucho Martín Fierro o La ida, como se le dice– y en el primero del año siguiente comenzó a circular. Pero eso no ha sido advertido y el 140 aniversario transcurrió sin pena ni gloria. Como sea, el mayor poema argentino sigue presente entre nosotros. En su sostén no sólo han jugado las variadas ediciones y los lectores sino, también, el interés de un pelotón de estudiosos y críticos, en el que hay nombres de nuestro pináculo literario y académico.
Con todo –y sin pretender colarse entre el arsenal de estudios– sería bueno aprovechar la oportunidad del aniversario para destacar un papel jugado por el Martín Fierro y por la literatura gauchesca que lo precedió, en la educación popular argentina, algo que no suele ser del todo reconocido.
El uruguayo Ángel Rama señaló que la poesía gauchesca debió inventarse un público lector. Esa tarea no necesitaron hacerla, sino en mínima medida, los neoclásicos ni los románticos, que se dirigieron a los cenáculos de lectores urbanos existentes. Los gauchescos, en cambio, debieron buscar los suyos entre una desperdigada población de las orillas y el ámbito rural, con la dificultad adicional de que eran, en su mayoría, analfabetos. Aunque, simultáneamente, consiguieran atención de los lectores de la ciudad. Pero desde Bartolomé Hidalgo, en la década de 1810, la poesía gauchesca quiso interesar a gauchos, compadritos y a todo el «bajo pueblo», como se le decía entonces.
Muchos años después, los románticos propusieron que se debía educar al soberano y se dieron a lanzar políticas para ello. Esto no implicaba sólo alfabetizarlo y procurarle el manejo de la aritmética sino, sobre todo, formarlo en una moral y en el sentimiento patriótico. Y en eso la gauchesca había comenzado antes. Hidalgo había pregonado el valor de la patria, como así también el de la nobleza de proceder y la justicia. Es más que sabido que José Hernández abundó en este y en muchos tópicos más, mediante sentencias harto conocidas en las que resaltó el papel de la amistad y la familia, el respeto a los mayores, la necesidad del trabajo honesto, la solución pacífica de los conflictos, etcétera.
Es que el creador de Fierro tenía, todavía, mayor reflexión sobre el potencial papel de su obra. Por eso, en el prólogo de La vuelta vio que podía ser «un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, en millares de personas que jamás han leído». Como si fuera poco, entendía cuál era la mejor manera de llegar a ese objetivo y agregaba que «un libro que todo esto, más que esto o parte de esto enseñara sin decirlo, sin revelar su pretensión, sin dejarla conocer siquiera, sería indudablemente un buen libro, y por cierto que levantaría el nivel moral e intelectual de sus lectores».
Cuando las políticas de educación popular y el derrotero del Martín Fierro comenzaron a encontrarse, casi sobre el final del siglo XIX y principios del XX, lograron beneficiarse mutuamente. Así, las numerosas masas que pudieron leer por sí solas y comprender el valor de este libro y otros libros, se constituyeron en las verdaderas custodias del poema de Hernández. Recordemos que al publicarse La vuelta de Martín Fierro, 7 años después, La ida ya había vendido 48.000 ejemplares. A la segunda parte, y a ambas editadas como un solo libro, les iría mucho mejor. Y ni hablar de otros textos, como el Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, verdadero boom de ventas.
Es posible que para Juan B. Alberdi, Nicolás Avellaneda o Domingo F. Sarmiento esta dirección de la lectura popular no haya sido la deseada, pero los caminos de la vida son impredecibles. Y al fin, la década de los dos Centenarios, con su fervor nacionalista, terminó convalidando al Martín Fierro a través de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas.
La pedagogía actual ha comenzado a poner énfasis en la llamada «educación en valores», y se han multiplicado los libros y cursos para docentes que señalan la importancia de enseñar la solidaridad, el respeto mutuo, la cooperación, la formación de ciudadanía. El Martín Fierro les lleva 140 años de ventaja.
En cuanto a su lugar actual en la escuela, no parece ser central, con mediadores y lectores volcados a los géneros que se postulan atrapantes (el policial, el terror, la ciencia ficción, la fantasía). Aunque, no está de más decirlo, las ediciones producidas a tal fin suelen ser interesantes, con buenas prólogos, referencias y glosarios. Es que como todo clásico, el Martín Fierro pervive más allá de las modas y en algún recodo de la vida nos espera.

Oche Califa

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