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Guantánamo horror show

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Manuel Alfieri

Miembros de un tribunal militar exigieron el indulto para un prisionero torturado en el centro clandestino de detención. El rol de Obama, Trump y Biden.

En la mira. Puerta principal de la cárcel militar. Se multiplican las denuncias por violaciones a los derechos humanos.

LANTEAUME/AFP/DACHARY

Majid Khan nació hace 41 años en Arabia Saudita. Se crió en Pakistán, estudió en Baltimore y en 2003 fue capturado por Estados Unidos acusado de pertenecer al grupo terrorista Al-Qaeda. Deambuló tres años por distintas cárceles secretas de la CIA, para luego caer en la prisión de Guantánamo. Tras su detención, conoció el horror en primera persona: fue violado y sometido a distintas técnicas de tortura. Recibió palizas, estuvo largos períodos en una oscuridad absoluta, lo privaron del sueño, lo expusieron a un frío helado, lo alimentaron a la fuerza por nariz y garganta, y también por el ano. «Mientras más cooperaba, más me torturaban», contó el hombre, en un nuevo y escalofriante relato de los abusos que el autodenominado guardián de los derechos humanos comete desde hace casi 20 años en la ocupada bahía cubana.
La pesadilla que vivió Khan podría formar parte de un capítulo de Homeland, la legendaria serie que narra muchas de las atrocidades perpetradas por los servicios de Inteligencia estadounidenses en el marco de la llamada «guerra contra el terrorismo» que George W. Bush inició tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Pero no. Lo que el joven musulmán sufrió nada tiene de ficticio, sino que es apenas un retazo de la más cruda realidad que vivieron los cientos de personas que pasaron por los calabozos de Guantánamo.
Su historia se hizo pública a fines de octubre pasado, cuando por fin pudo declarar ante un jurado militar en la base naval estadounidense. Allí está desde hace 14 años. Los primeros cuatro, sin posibilidad de acceder a un abogado. Y, hasta ahora, sin condena sobre sus espaldas. Tuvo que declararse culpable para acceder a un juicio y contar su historia, un «privilegio» que no tienen otros prisioneros. Su relato ocupa 39 páginas que erizan la piel, aún cuando se le prohibió divulgar «información clasificada».
Khan, finalmente, fue condenado a 26 años de prisión. Pero siete de los ocho miembros del tribunal pidieron al Pentágono que se le otorgue un indulto por el infierno al que fue sometido. En una carta a The New York Times, sostuvieron que los abusos físicos y psicológicos cometidos se asimilan a «la tortura realizada por los regímenes más abusivos de la historia moderna». Eso, dijeron, es «una mancha en la fibra moral» del país y «una vergüenza para el Gobierno de Estados Unidos».
No es la primera vez que los trapos sucios de Guantánamo salen al sol. Ya en 2014 el propio Comité de Inteligencia del Senado estadounidense aseguró que la prisión era parte de un «programa de detención secreta indefinida» que se amparaba en las llamadas «técnicas de interrogatorio reforzadas» para utilizar brutales métodos de tortura. Un año después, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA también denunció sistemáticas violaciones a los derechos humanos y las leyes internacionales. En la cárcel había tratos crueles, inhumanos y degradantes, que recuerdan a las vejaciones perpetradas por la dictadura cívico-militar argentina en los años del terrorismo de Estado: golpizas, picana, asfixia, ahogamiento y abusos sexuales, entre otros martirios.

Cuenta pendiente
La cárcel fue creada por George W. Bush para encerrar a los detenidos en la invasión a Afganistán. Abrió el 11 de enero de 2002 y llegó a albergar a casi 800 reclusos, entre ellos 22 menores de edad, sometidos a los mismos maltratos que los adultos. Muchos fueron vendidos a Estados Unidos por una recompensa y nunca pudieron ser acusados de algún delito porque no había pruebas en su contra. Todos, siempre, fueron hombres musulmanes extranjeros. Nueve personas murieron allí dentro.
Hoy quedan 39 presos: solo nueve fueron condenados o imputados. El resto está en un limbo legal. Hace unos años, uno de los prisioneros que sobrevivió al horror recordó lo que le dijo uno de los generales al mando del centro de detención: «No son seres humanos, sino cerdos con un número de expediente».
En su último informe sobre la prisión, la ONU volvió a denunciar las «condiciones crueles e inhumanas» de encarcelamiento. Gran parte de los reos sufre patologías psiquiátricas graves, como esquizofrenia y depresión severa. «La existencia de estas instalaciones es una desgracia para Estados Unidos», sentenció la ONU, que insistió en que Guantánamo «debería haberse cerrado hace mucho tiempo».
Pero Guantánamo sigue abierta. El expresidente Barack Obama fue el que estuvo más cerca de cerrar sus puertas. Lo prometió en campaña y lo ordenó al arribar a la Casa Blanca. Sin embargo, se topó con la oposición legislativa. «No he sido capaz de cerrar la maldita cosa por las restricciones que el Congreso nos ha impuesto», se excusó. Su sucesor, Donald Trump, también amagó con el cierre. No por cuestiones humanitarias, sino por la «locura» de gastos que genera la prisión: 13 millones de dólares por preso todos los años. Pero finalmente firmó una resolución para mantenerla abierta. En algún momento incluso pensó en enviar a la base naval a los estadounidenses contagiados de coronavirus en el exterior, según aseguran dos periodistas en un libro de reciente publicación.
Como vice de Obama y ahora como presidente, Joe Biden también prometió su clausura. Pero hasta el momento no tomó decisiones concretas en ese sentido. Hace pocos meses, el mandatario puso fin a una de las dos herencias más pesadas que dejó el 11-S: la guerra de Afganistán. La otra es Guantánamo, todo un símbolo del doble estándar de Estados Unidos en materia de derechos humanos. Y, por ahora, una cuenta pendiente.

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