Cuento | Por Débora Vázquez

Cuando fuimos insectos

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Débora Vázquez (Buenos Aires, 1970) estudió Letras, fue profesora de literatura francesa en la Universidad del Salvador y es traductora. Publicó los libros de relatos La familia extranjera (2000) y Siesta nómade (2006), y Un verano con Rohmer. Crónica de una retrospectiva (2013). Textos suyos fueron incluidos en antologías.

Era la época en que jugábamos carreras de caracoles y les echábamos sal a las babosas, la época en que la pileta no era profunda y las hormigas se ahogaban en ella cuando, simulando un naufragio, tumbábamos las balsas de palitos de helado por las que corrían de borde a borde, espantándose una y otra vez con el temblor desfigurado de sus reflejos.

Era la época en que trepábamos a los árboles para saltar desde la rama más alta, sin pensar que al caer podíamos dislocarnos la mandíbula contra una rodilla. La época del gomero de raíces venosas que levantaban las lajas de piedra color hueso sobre las que descansaba el auto que llegaba veloz cuando se hacía de noche. Las hojas carnosas que juntábamos con un pincho de acero para limpiar el jardín, esas hojas con savia láctea que servía de pegamento para figuritas las canjeábamos por monedas.

Era la época de caminar por los techos con miedo de que asomaran entre las tejas las patas peludas de una araña pollito. La época de cazar mariposas con una bolsa de red sujeta a un palo de escoba y de pegar un grito de socorro cuando capturábamos una, para que algún laico sin consagrar la tomara de sus alas de vitral de iglesia y la metiera en un frasco con agujeros en la tapa. La época en que esos frascos también podían servir de farol si en lugar de mariposas guardábamos luciérnagas. La época del jazmín blanco, paraguayo, del cielo y del país, al que se le podía lamer el palito amarillo del centro de la flor como si fuera un chupetín minúsculo de hada.

Era la época de levantar piedras entre varios y salir corriendo para no ver a las lombrices retorcerse como vampiros, de arrojarnos bichos bolita hechos bolita, de asombrarnos cada vez que aparecía marchando un ciempiés. Era la época en que juntábamos larvas de renacuajos de la orilla lluviosa de la vereda con las botas de goma amarilla puestas por encima del pantalón, época de domingos en el río con el barro flojo por encima de los tobillos, caminar corriendo para no hundirnos hasta las rodillas y por temor a clavarnos un anzuelo oxidado.

Era el tiempo en que el pozo ciego de la casa de una abuela podía llevar al otro lado del mundo y a veces parecía que hablaba desde el estómago de la tierra. Era el tiempo de los aguijones en la planta de los pies, de los tacos de reina, los malvones, pensamientos y la rosa mosqueta espinosa que nos arañaba el costado de las piernas cada vez que la rozábamos con la bicicleta.

Era el tiempo en que los gatos recién nacidos se ahogaban dentro de una bolsa de arpillera en la bacha del cuarto de herramientas, aunque nuestro abuelo llorara por eso; tiempo en que las carretillas paseaban muñecas mezcladas con cachorros, tiempo de colmillos puntiagudos y maullidos que pedían leche, tiempo de respetar a los perros grandes a través del mosquitero, esos mismos que, si querían, podían pararse sobre nuestros hombros desprevenidos mientras les dábamos la espalda.

Era el tiempo en que las libélulas, antes que los relámpagos, anunciaban que la tarde no estaba para un chapuzón. La época en que los pichones gritaban desafinados y eran pura boca en sus nidos de pulgas, mientras las comadrejas, sin quitarse el antifaz ni la cola de utilería, los devoraban afuera y adentro de sus huevos. La época en que las tortugas se mudaban a casa del vecino y los canarios que morían en las jaulas de la cocina eran reemplazados sin que nos diéramos cuenta. La época en que a los pájaros fugitivos se los atrapaba a baldazos de agua. La época de los zumbidos, el croar y las chicharras. La época de las siestas de los otros.

Era la época de luchar cuerpo a cuerpo entre hermanos, de dar portazos, de tener sed y transpirar la nuca, de encerrarse en el baño con pasador y poner un ojo en la cerradura hasta que alguien del otro lado la soplara fuerte para enceguecernos. La época de los codos y rodillas con costras, del olor mantecoso y grasiento de la cadena de la bicicleta. Del armar y desarmar. De martillazos, tuercas, clavos y picos de loro.

Era la época de disimular la vergüenza que cada dos por tres nos pellizcaba las mejillas, la época en que nuestro padre y el auto eran la misma persona. La época de los tréboles de la suerte y del temor a que una víbora de cascabel apareciese en medio de nuestro jardín. La época de aspirar polvo mata hormigas y de sorber con una cerbatana el cloro para la pileta de una damajuana de vidrio. La época de los helados de agua con hielo seco que se pegan a la lengua. La época de ser hijos de una madre lagarto que toma sol, inmóvil, casi muerta, detrás de unos anteojos cuadrados y oscuros de marco blanco.

Era la época de buscar mapas ocultos en la corteza de troncos como codos de abuelos. La época de mirar a los sapos desde lejos por miedo a que nos hicieran pis en las pupilas. La época en que las abejas eran las primas buenas de las avispas porque hacían miel. La época en que los adultos sabían quemar panales, aunque no fueran jardineros. La época de patear hormigueros abandonados para constatar que estuvieran desiertos o de atravesar el pie en medio de un camino de hormigas negras para crear confusión. La época en que nos daban órdenes como a las mascotas, en la que nos bañábamos porque estábamos sucios y la traspiración tenía gusto a mar cuando la lamíamos con la punta de la lengua por encima del labio.

La época en que nos mirábamos en el espejo para saber cómo éramos y cómo íbamos a ser. De creer que debajo de la cama había manos cadavéricas que complotaban para asfixiarnos durante el sueño. La época de querer ser rubios y creer que, al cepillarnos mil veces el pelo con un peine mágico, eso podía ir sucediendo poco a poco sin que nadie, además de nosotros, se diera cuenta.

La época de abrir los postigos de las ventanas cantando y de refugiarse a leer debajo de las sábanas con una linterna. La época de calcar animalitos de historietas y dibujar rostros dormidos de princesas. De caminar con las manos y andar en cuatro patas, de barrenar una escalera sobre un almohadón de gomaespuma, de patinar para atrás con una cinta naranja alrededor de las zapatillas y cuatro ruedas en cada pie. De saltar al elástico en compañía de dos sillas de hierro, de esconder a un hermano dentro de una valija de cuero y hacerlo girar.

La época de las cartas españolas, los alaridos, las mulas y los muleros. De los secretos mejor y peor guardados. De taparnos los oídos y tararear una melodía en voz baja cuando nuestros padres se gritaban al unísono minutos antes del amanecer. De las bolitas y los bolones de vidrio y de porcelana colisionando como planetas efímeros de un universo paralelo. Del viento entre las hojas del gomero que caían –y caen hoy– bruscas como los pasos de un gigante rengo.

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