Cuento | Osvaldo Baigorria

Monogamia

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Osvaldo Baigorria (Buenos Aires, 1948) publicó entre otros títulos las novelas Correrías de un infiel (2004) y El ladrido del tigre (2021), el libro de crónicas Estrés de pez (2019) y el ensayo Sobre Sánchez (2012). Es profesor del taller de periodismo de la Facultad de Ciencias Sociales.

A él le gustaba fumar después del orgasmo. Aspiró, soltó el humo y deslizó la yema de su dedo índice sobre la espalda de ella.
–Te amo tanto, amada mía.
–Yo más bien te desprecio –fue la única respuesta. Aspiró de nuevo y soltó otra bocanada hacia el cielorraso.
–No me importan tus sentimientos hacia mí. Te amo igual.
–Ahí está tu habitación –ella levantó un brazo para señalar a un costado, con el rostro vuelto sobre la almohada–. Andate con esa otra.
–¿Estás celosa? Sinceramente, no te entiendo. ¿Quieres un vaso de whisky?
–Dejame dormir en paz. Son las tres de la mañana.
–Qué injusta eres. Un día me voy a ir y no te volveré a ver nunca más.
–Ojalá cumplieras tus promesas.
–Y quizá me tire a las vías del tren. ¿Qué te parece? Todo por tu culpa.
–Te ayudo con un empujón cuando quieras.
Aspiró el cigarrillo por última vez y estuvo a punto de apagarlo sobre la espalda desnuda, pero contuvo su mano en el aire y terminó aplastando la colilla en un cenicero. Le acarició con delicadeza las piernas.
–Nunca te dejaré, no temas. Soy incapaz de semejante maldad.
Ella no respondió, hundiendo aún más su rostro sobre la almohada.
–Si nos acostamos los tres, te juro que mañana hago yo la cena. Dale. ¿Para qué compraste esos dildos con arnés si no los vas a usar? Uno para la pelvis, otro para el coxis, están perfectos. Si estás cansada, le pongo el arnés a ella y te hacemos una doble. Vamos, no tienes por qué verla como un ser humano, es solo un objeto, un símbolo.
–¿Un símbolo de qué, muñeco? –ella alzó la cabeza para levantar la voz–. ¿Del fin de nuestra relación?
–¿Pero acaso no éramos una pareja abierta? Por favor, no me hagas enojar. Nuestro contrato incluye el poliamor. Tienes que cumplir con tus obligaciones.
Ella se apoyó sobre un codo y, tras correr un mechón de pelo que le caía sobre la nariz, le tiró un escupitajo.
–A mí no me asustás. Andá a masturbarte. O decile a ella que te haga la paja. Ahí tenés a alguien a quien dominar.
–No sé por qué te sigo queriendo, amada mía –murmuró él, limpiándose la saliva del entrecejo.
–Yo tampoco –ella volvió a reclinarse sobre la almohada.
–Ok. ¿Y entonces no te molesta que haga el amor con nuestra invitada?
–De eso podés estar seguro.
–¿Y si hacemos ruido? ¿Tampoco te va a molestar?
–Andate de una vez.
–Hasta mañana, querida.
–No te olvides de poner la alarma que tenés que ir a trabajar temprano.
Él se levantó y salió en puntas de pie. Antes de apagar la luz, observó con curiosidad el cuerpo que lo esperaba en silencio, con las piernas abiertas, en la habitación de al lado. Se sumergió en esa cama de inmediato.
Pocas horas más tarde, ella se despertó confundida, como después de una pesadilla, y se levantó a detener la alarma que sonaba en el teléfono celular. Sacudió los dos cuerpos que dormían abrazados hasta que él abrió los ojos. Manoteó unos pantalones y una camisa del placar, se los arrojó a él con furia, fue hasta la cocina a encender la cafetera y volvió a acostarse.
Cuando despertó por segunda vez, él ya se había ido pero la otra seguía dormida. Se acercó a mirarla de cerca. Sus cabellos eran de pelo natural, la piel también parecía serlo.
Fue a buscar el manual que había llegado con la encomienda. Repasó las instrucciones en inglés y español. Se inclinó sobre el rostro dormido y le dijo: «Despierta». El rostro abrió los ojos y le clavó una mirada fría. «Levántate», le dijo luego. El cuerpo apartó las sábanas y se irguió, desnudo. «Acuéstate», le ordenó enseguida, y vio cómo volvía a estirarse sobre la cama. Era una réplica fácil y barata. Leyó que podía hacerle emitir sonidos si tocaba ciertas partes: le apretó la cintura y un suspiro escapó de la boca entreabierta. Después le ordenó que levantara un brazo y arrimó su dedo índice hasta tocarle la palma de una mano, que al punto empezó a cerrarse sobre su dedo. Se estremeció ante esa caricia como de cadáver tibio y retiró el dedo de un tirón. Corrió a buscar unas tijeras de podar que tenía en el invernadero.
Sin vacilar, hundió una punta debajo de las costillas del cuerpo inerte. La sorprendió primero un quejido y luego el chorro de líquido rojo que brotó del lugar del corte. Pero no se detuvo. Cortó y cortó hasta que sus manos y las sábanas quedaron empapadas y los quejidos cesaron por completo. Después fue a buscar un hacha y descargó golpes sobre piernas y brazos hasta desmembrar al cuerpo por completo. Lo decapitó, metió los restos en una bolsa de basura del consorcio y la arrastró hasta el contenedor. Cambió las sábanas antes de darse una ducha.
Al volver, por la tarde, él la encontró en la cocina pelando unas cebollas.
–¿Todo bien? –la besó en la nuca, se desató el nudo de la corbata y sin esperar respuesta empezó a caminar hacia el dormitorio–. Voy a saludar a nuestra huésped.
–Recién se fue –dijo ella.
–¿Cómo?
–Sí. Se levantó, abrió la puerta y salió caminando sin decir una sola palabra.
–No puede ser –gritó él, corriendo hacia el dormitorio. Volvió rojo de ira–. Mi querida, esto hay que aclararlo. No pudo haber salido caminando sola, alguien se lo tuvo que ordenar.
–Yo la vi irse por esa puerta –insistió ella, enjugándose las lágrimas con una servilleta de papel.
–¿Estás llorando?
–Es la cebolla, imbécil.
Él contuvo el gesto de sus manos a punto de arrojarse sobre el cuello de ella, que seguía dándole la espalda.
–¿Hace cuánto que salió?
–Hará como una hora.
–Me resisto a creerlo –él buscó en un bolsillo su teléfono celular–. Voy a llamar al sex shop donde la compramos, nos tienen que dar una explicación.
Ella miró su propio teléfono, calculó la hora. La batería debería estar por agotarse y la fuente con el enchufe estaba en algún cajón. Decidió apurar el trámite.
–La verdad es que yo misma le ordené que saliera –lo miró, desafiante.
–No, no te creo –gritó él, con el móvil en la mano–. No sabías manejarla.
–Tenés razón –ella le mostró una sonrisa feroz–. La verdad es que la cargué hasta la calle y la dejé en una esquina para que se la lleven los recicladores o el primero que pasara por ahí.
Él avanzó estirando los brazos como para apretarle la garganta, pero le temblaban las rodillas y tropezó con un banquito. Ella aprovechó para correr hacia el comedor. Resoplando y arrastrando los pies, él trató de arrinconarla contra la puerta del baño. Sus movimientos eran cada vez más lentos. Por las dudas, ella tomó una escoba para defenderse. Al final no hizo falta. Él dio sus últimos pasos vacilantes, se sacudió durante unos segundos y finalmente se detuvo. Sus ojos se cerraron solos.
Ella contuvo el aliento. Con cuidado, estiró un brazo para palpar en la nuca aún caliente el casillero de la batería. Lo abrió rápido y con torpeza: una diminuta pila rodó al piso. Solo entonces suspiró aliviada. Recogió la pila, la observó por un instante, algo melancólica, en su palma cubierta de sudor, y fue derecho a tirarla al cesto de basura.

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