14 de mayo de 2014
Cristophe Dejours, psiquiatra e investigador francés explica la batalla contra la barbarie impuesta por el neoliberalismo en las relaciones laborales.
Ante cada pregunta, Cristophe Dejours se reconcentra y expone larga y lentamente sus respuestas. Con 64 años, este médico y psicoanalista francés, titular del Laboratorio de Psicología del Trabajo y de la Cátedra «Psicoanálisis, salud y trabajo» en el Conservatorio Nacional de Artes y Oficios, sigue convencido de que la causa de las enfermedades y del sufrimiento en el trabajo debe ser buscada mucho más allá de la medicina y la psicología. Por eso, hace décadas que viene desarrollando un particular abordaje que incluye lo antropológico, la economía social y la política, lo que lo ha convertido en uno de los mayores referentes mundiales en la crítica de los modelos dominantes de organización del trabajo y su relación con la salud mental.
De sus muchas obras, se conocen en la Argentina El factor humano (1998), Investigaciones psicoanalíticas sobre el cuerpo (1992), Trabajo y desgaste mental (1990), La banalización de la injusticia social (2006), y los dos tomos de Trabajo vivo. Dejours admite, sin embargo, que comienza a empaparse en las vicisitudes del mundo laboral en la Argentina y de fenómenos como el movimiento de fábricas recuperadas. A pesar de su enfoque hipercrítico, su mirada no es tan pesimista: cree que el trabajo puede, a pesar de todo, ser una fuente de reafirmación de la subjetividad y un factor de salud mental. Pero para eso, asegura, hay que pensarlo de otra manera.
–Dejando de lado las particularidades de cada cultura y de cada economía, ¿qué es lo que hace que el trabajo pueda ser un factor de enfermedad y sufrimiento o una vía para la realización personal y la emancipación humana?
–Son las relaciones entre la organización del trabajo y el principio de la subjetividad. Algunas formas de organización del trabajo, especialmente las que se empezaron a aplicar en la década del 90, son particularmente nocivas para la salud mental y han producido un grave deterioro. En 1995 ocurrió en Francia el primero de los suicidios en el lugar de trabajo. Y de los nuevos métodos, los más nocivos se relacionan con el giro hacia la gestión: el paso de la organización del trabajo, que hasta entonces había estado en manos de los ingenieros, a lo que llamamos managers (gerentes). Eso introdujo la evaluación del rendimiento individual, del concepto de calidad total, y de la precarización allí donde antes había estabilidad. La evaluación individualizada del rendimiento lleva a los trabajadores asalariados a una competencia generalizada, incluso entre ellos. Si además cada uno ve amenazado su puesto de trabajo, entonces la competencia se transforma en una lucha individual de cada uno contra sí mismo. Para invertir esa evolución, hay que dejar un poco de lado la evaluación individualizada e interesarse por el trabajo colectivo como condición de posibilidad de lazos de cooperación. La cooperación no es posible si la gente no se habla entre sí, porque para cooperar hay que escuchar al otro, expresar el punto de vista propio, aceptar el debate. Esa dinámica es la que reconstruye al mismo tiempo el saber vivir, el «vivir juntos». La verdadera prevención de las enfermedades mentales en el trabajo no es un asunto que concierne a los psicólogos ni a los médicos. Antes no se registraban suicidios en el lugar de trabajo porque existía ese «vivir juntos»: los trabajadores no habrían dejado que su colega cayera en la depresión, se habrían interesado por él. Le habrían exigido que hablara y no lo habrían dejado solo. Este «vivir juntos» no depende de bellas intenciones, sino que se forma en las relaciones del trabajo, porque para romper con las dificultades que plantea el trabajo se necesita de la ayuda de los demás: no sólo de los colegas que están en la misma línea horizontal, sino también de los jefes y de los subordinados. Y también de la cooperación transversal.
–¿A qué llama cooperación transversal?
–A la que los trabajadores del sector de servicios pueden establecer con los beneficiarios del servicio; es decir, con la población. La población reclama un buen servicio, y, entonces, también va a poder intervenir en las negociaciones de la empresa. En el futuro habrá que aprovechar esta dimensión particular, porque la calidad del servicio depende en gran medida de la capacidad de crear cooperación entre quien aprovecha el servicio y quien lo presta. Por ejemplo, para que un enfermo pueda recibir un tratamiento, debe haber una cooperación entre el enfermo y el médico. La calidad en el control de las enfermedades crónicas depende de la cooperación entre los médicos y los pacientes. Lo mismo ocurre en la escuela entre los profesores y alumnos, e incluso en los centros comerciales entre vendedores y clientes. Hasta ahora no sabíamos analizarlo, pero esto forma parte del trabajo. Por eso se puede pensar que, en el futuro, la colaboración entre los trabajadores que producen servicios y quienes los utilizan va a ser muy útil para modificar la organización del trabajo.
–¿Cómo sería posible establecer esos lazos de cooperación en un contexto de creciente precarización, donde a veces ni siquiera se comparte el ámbito de trabajo?
–En general, la precarización del empleo es perjudicial para que se cree esta cooperación y el «vivir juntos», es cierto. Pero muchas actividades de producción exigen estabilidad del empleo, sobre todo en las áreas de servicio: los docentes, los médicos, las áreas destinadas a comunidades locales. También los bancos, porque allí se realizan actividades que precisan de mucha confianza, y construirla lleva tiempo. Hay un desafío para los próximos años: que se reconstruya un movimiento alternativo a partir de los trabajadores para luchar contra los modelos gerenciales. Y eso se tiene que dar de arriba hacia abajo, porque los sindicatos, por lo menos en Europa y en Francia en particular, acompañaron a las empresas en esos cambios.
–¿Hay más sufrimiento en el trabajo a partir de la crisis europea actual?
–No estoy tan seguro de que la crisis sea una causa del agravamiento de las patologías mentales. Tal vez voy a ser un poco provocativo, pero pienso que es todo lo contrario: es la transformación del trabajo la que provocó la crisis. La llegada de las ciencias de la gestión permitió reducir personal, y eso es una paradoja porque implica desconocer por completo en qué consiste el trabajo. En el razonamiento del gerente están, por un lado, los objetivos que debe alcanzar, y por el otro, el rendimiento. Y entre las dos cosas, nada. No quieren saber nada del trabajo. Hubo una pulseada entre las personas que conocen el trabajo y los asalariados, por un lado, y, por el otro, lado los gerentes. Esa lucha se perdió. Y eso es lo más grave: en Francia, y también en toda Europa, esta derrota tiene consecuencias trágicas y hoy provoca esta crisis, que es una crisis del empleo para nosotros, pero que no es para nada una crisis para los gerentes y los directivos de empresas, porque ellos siguen enriqueciéndose. Volvimos a una época anterior a ese acuerdo fordista y a formas del capitalismo salvaje del siglo XIX.
–¿Por qué cree perdida esa lucha?
–Simplificando, por dos razones: la primera es que los sindicatos no entendieron la importancia de este «giro hacia el management», e incluso lo apoyaron. Ese fue un error histórico muy grave. Pensaban que la evaluación del rendimiento era individual, objetiva, cuantitativa, e incluso una forma de justicia, porque todos iban a ser medidos con las mismas herramientas. Y la segunda razón es que los científicos en su conjunto, desde los ingenieros hasta los filósofos, hicieron su aporte a la ideología de la evaluación, al sostener que todo puede ser evaluado y medido. Pero el trabajo no se puede medir, porque es el resultado de la inteligencia de los trabajadores. Si no se moviliza la inteligencia de los trabajadores, no hay producción de valor: es lo que se llama «huelga de celo». La inteligencia de los trabajadores depende de la movilización de toda la personalidad, y el sufrimiento en el trabajo, el placer en el trabajo, el reconocimiento, no pertenecen al mundo visible sino a la subjetividad. Cuando se hace una evaluación individualizada del rendimiento, evidentemente se mide algo, pero ese algo no es el trabajo. No existe proporcionalidad entre los resultados del trabajo y el trabajo mismo. A un docente que tiene que trabajar con niños en un contexto desfavorecido todo le va a ser mucho más difícil y va a trabajar más que el docente que trabaja en un medio burgués con niños cultos, y los resultados van a ser mejores en el caso de aquel que trabaja menos. Si se mide la facturación, es mucho más difícil obtener grandes facturaciones en centros de distribución en barrios: la facturación no refleja el trabajo. Siendo policía, si lo que se cuenta es el número de operaciones exitosas y despliego una operación de vigilancia con un equipo para atrapar una red de traficantes de drogas, tengo resultado cero si se me escapan en esa operación. Normalmente, repetiría la operación hasta que los atrape, pero en la cultura del rendimiento, al haber tenido un resultado cero, me van a llamar la atención. Entonces, ¿qué hace el policía? Va a detener a todos los autos: siempre va a haber alguno que no tenga la licencia para conducir, otro que va a haber bebido demasiado, etcétera, y así hace unas cuantas multas y va a la comisaría con resultados.
–¿Cuál cree que es el impacto de esos modelos de organización en economías como la argentina, donde, de alguna manera, el «mundo desarrollado» sigue siendo para muchos el modelo a seguir?
–Es una cuestión muy importante pero no lo tengo muy claro. Tiendo a pensar que el interés por las cuestiones del trabajo es mayor en la Argentina y en Brasil que en Europa. Los científicos y los políticos se toman más en serio la cuestión. A la Argentina la conozco desde hace poco tiempo, pero en Brasil, donde trabajo desde hace más de 25 años, hay abiertos espacios de discusión y de negociación sobre las cuestiones del trabajo, que permiten esperar que la evolución de la organización laboral no vaya a seguir el mismo camino que en Europa. Hay fuertes presiones para que se adopte el mismo proceso, pero también hay fuerzas importantes que no quieren repetir la historia. De hecho, Brasil se desarrolla: tiene cierto crecimiento económico, y a la vez reduce la pobreza. Nosotros, en Francia, ya no tenemos crecimiento y agravamos la pobreza de manera importante.
–¿Dónde se estaría dando ese debate?
–Tiene una traducción concreta sobre todo en las áreas de servicios, donde se tienen más en cuenta las especificidades del trabajo que en Europa. He hecho algunos trabajos en Brasil, tanto en los servicios públicos como en la Justicia, donde la cuestión de la cooperación se plantea objetivamente.
–¿Pero piensa que es posible un modelo de desarrollo diferente del mundo del trabajo en esta región?
–Para mí no hay fatalidad: tienen un espacio indiscutible para negociar otro modo de evolución. En Argentina, el debate también es más serio que en Francia en cuanto al trabajo. El cambio o una evolución diferente dependen necesariamente de la manera de pensar. No es el sistema el que determina la evolución: esa sería la concepción desde el management y desde la razón funcionalista. Pero nosotros sabemos que ningún sistema, ni siquiera el mercado, puede funcionar sin el celo, el cuidado, la inteligencia y la colaboración de los trabajadores. Si se dejase al sistema funcionar solo y la gente se limitara sólo a ser obediente, el sistema se caería. Eso es penoso, porque nos damos cuenta de que el sistema funciona porque le aportamos nuestra inteligencia, y entonces tenemos algo que ver con su éxito, aunque el éxito de ese sistema se vuelva en nuestra contra. Es lo que llamamos «la servidumbre voluntaria», que es un viejo problema político que se conoce desde los escritos de Étienne de La Boétie en 1574. La evolución depende de lo que piensan las personas. Si creen en la razón funcionalista, se someten, aportan su contribución al sistema, y entran en la servidumbre voluntaria. Si queremos actuar de otro modo, tenemos que dotarnos de herramientas intelectuales diferentes. El debate sobre el trabajo en la Argentina es un debate fundamental, y si ese debate tiene lugar, van a poder encontrar ideas para pensar otro modelo de desarrollo, que no va a ser irracional, sino que deliberadamente va a elegir romper con el mimetismo, no imitar a los europeos, e inventar un camino diferente sobre la cuestión de la cooperación. Tengo la impresión de que en la Argentina hay un lugar para ese debate, que empieza entre los científicos, pero que también tiene que ser un debate con los políticos y entrar en el espacio público. Gracias al debate, la gente puede salir de la dominación simbólica y de la servidumbre voluntaria. Aquí, por ejemplo, hay revistas que abordan las relaciones entre la subjetividad, las relaciones sociales y lo político; en Francia o Alemania, no. Antes, Francia era un país muy politizado, pero hoy no existen revistas así. Los argentinos tienen la capacidad de inventar los medios para una manera de pensar que puede llegar hasta el espacio público, que es muy original. Pero si piensan con los estamentos intelectuales de Europa, van a repetir los errores de Europa y entrarán en decadencia. Nosotros podemos tener alguna esperanza de que ustedes serán el modelo, y nosotros los seguiremos.
—Marcelo Rodríguez
Fotos: Martín Acosta