Cuento | Por Melina Torres

Un perrito

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Melina Torres

Melina Torres nació en Santa Fe en 1976 y vive en Rosario. Es Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario. Publicó el libro de cuentos Ninfas de otro mundo (2016) y las novelas Pobres corazones (2021, mención especial del Premio Nacional de Novela Sara Gallardo 2022) y Zona liberada (2023).

Llegaron temprano a la mañana. Habían viajado por la noche para que los mellizos pudieran dormir gran parte del trayecto. Sin embargo no fue lo que sucedió. Ambos estuvieron despiertos toda la madrugada, con los auriculares puestos y sus tablets encendidas, que iluminaban la oscuridad del auto como si fueran luciérnagas electrónicas. Felipe fue contando los perros que había visto en el camino, y recordó al que le había dado una papita Lays a escondidas en la estación de servicio. Sofía se encargó de reservar la casa con vista al mar para esos quince días que se habían dado de tregua. Era extraordinaria, tenía un jardín trasero enorme, un ventanal que daba directo al océano y casi todos los electrodomésticos a estrenar. Al llegar, los mellizos se pelearon por las camas aunque ambas eran exactamente iguales.

Franco insistió en ir al mar. Si bien él había estado en esos últimos ocho años viajando a distintos congresos internacionales que muchas veces terminaban en una playa en el Caribe, los niños no tenían esas experiencias. Tampoco parecía que lo necesitaran. Sofi los había acostumbrado a vacacionar en hoteles de lujo, a mirar vidrieras en Nueva York, a tomar chocolate caliente viendo nevar desde dentro. Todas prácticas que ella consideraba seguras y culturales. Habían hablado mucho del mar. Aunque se encargó de llevar a los mellizos a natación desde bebés, Sofía no quería arriesgarse a una tragedia de esas que se desatan en dos segundos cuando justo se mira para el lado incorrecto. Ella misma armó un botiquín de primeros auxilios a pesar de que a Franco no le hubiese costado nada pedirle a su secretaria que se ocupara de eso. Pero Franco era así, todas las urgencias quedaban pequeñas en comparación con las horas en que él se metía en un quirófano para operar a corazón abierto. Cuando Franco presionó con la playa, fue Sofi quien propuso Uruguay, porque le parecía un destino tranquilo.

El mar se veía apacible y calmo desde la casa, sin embargo pusieron un pie en la arena y notaron cómo el viento provocaba un oleaje importante. No era el mar de la Riviera maya donde fueron para el casamiento. Ni tampoco el Mediterráneo, donde se conocieron mientras Sofía cursaba una maestría en arquitectura y Franco llegó de mochilero con unos amigos. Los mellizos observaron la situación y lo primero que dijeron fue que no querían meterse. Sofía sacó el protector solar y los empezó a embadurnar como si fueran una tostada de pan. Se dio cuenta de que no había cargado las camisetas manga larga de sol y le pidió a Franco que fuera a buscarlas pero él la tranquilizó, era un chapuzón y después se iban. Entraron los cuatro de la mano, saltando las olitas que llegaban a la orilla. Alina se entusiasmó enseguida. De los dos siempre fue la más intrépida. Se largó a caminar antes del año, aprendió rápido a andar en bicicleta e incluso a atarse los cordones. Felipe en cambio, desde siempre fue temeroso. Al nacer tuvo que estar dos semanas en neo porque le costó respirar. La imagen de él con la carita morada fue algo que a Sofía le costó mucho tiempo sacarse de la memoria. Sus personalidades eran como el agua y el aceite. Feli usaba lentes, era menudito y retraído. Alina en las reuniones era el centro de atención. Una ola gigante los envolvió, mientras Alina metía enseguida la cabeza bajo el agua, Felipe se soltó de la mano de Franco y fue arrastrado hasta la orilla. Desde lejos los tres lo vieron pararse con un agua viva en el brazo, gritando fuerte. Franco y Sofía corrieron a socorrerlo. Alina se quedó en el mar, divertida por cómo la corriente la tragaba y después la devolvía.

Felipe tenía el brazo rojo, «me arde, me arde».

Franco preguntó si habían llevado algo para las picaduras. Sofía lo miró con odio.

Al pararse para buscar un ungüento en el bolso, la vio a Alina, divertida y absorta. Le gritó que volviera.

Regresaron a la casa, Felipe a upa de Sofía.

«Si hubiera tenido la camiseta manga larga no lo hubiera picado», le recriminó Sofía a Franco mientras preparaban un almuerzo rápido. Los mellizos estaban en el sofá, bañados, cada uno con su tablet.

Durante los días siguientes fue un infierno hacerlos entrar al mar. Veían aguas vivas por todas partes. Sofía miraba por la ventana cómo de a poco la playa se iba llenando de familias. Una noche, después de un asado, apareció en el jardín una perra. Se la notaba cachorra por el modo torpe de mover la cola. Era blanca con manchas café con leche, las orejas redondeadas y una mirada ansiosa y tierna como un nidito de horneros. Franco le pasó un hueso a Feli para que se lo diera. Sofía nunca aceptó mascotas en la casa. Dos hijos de la misma edad eran motivo suficiente para negarse. Felipe era el que más pedía por un perrito, sabía de razas y su dibujo animado preferido se llamaba Patrulla Canina. Al otro día, mientras desayunaban, a través del ventanal vieron a la perra jugando con las olas. Enseguida pidieron bajar a la playa. A Sofía se le iluminó la cara. Los mellizos jugaron todo el día con la perrita, la hacían saltar las olas, le convidaron parte de su almuerzo, le tiraban palitos. Franco le puso agua mineral en un balde. La perrita se dejó tocar, después se marchó como si hubiera estado acostumbrada a esa ceremonia de los turistas. Esa noche los chicos se acostaron hablando de los posibles nombres para el animal, Pepa, Solcito, Canela.

Al otro día Pepa los fue a buscar y los acompañó hasta la tarde cuando volvieron a la casa. Sofía la dejó pasar solo hasta el jardín. Del supermercado, Franco volvió con una bolsita de comida para perros. «Es solo por las vacaciones», le dijo a Sofi mientras le acariciaba la espalda. Antes de dormir, Sofía le indicó la alfombrita de entrada. Pepa se ovilló y la miró agradecida.

A la semana Pepa era parte de la familia como si hubiera llegado de Rosario con ellos.

Ese domingo Sofía y Franco no se entendieron en todo el día, discutieron hasta por un cargador de celular. Sofía le dijo a él que parecía que les hubiera estado haciendo el favor de estar con ellos y de dejar la clínica, sus actividades y a su amante. Franco estalló y rompió un vaso. Caía la tarde afuera del ventanal. Unas nubes negras se habían apoderado de la playa. Los mellizos miraban las tablets con sus auriculares puestos. Pepa dormía afuera. Sofía se calzó y bajó a la playa. Pepa la siguió. En la playa, cada vez que se daba vuelta estaba la perra. Se detuvo, se agachó y le acarició el pelaje suave. Tenía esa mirada tan extraña de los animales, esa mirada que ordena el mundo y lo convierte en algo que vale la pena. No supo cuánto caminaron pero era muy entrada la noche. Al volver, vieron de lejos unas figuras fantasmales ir hacia ellas, pero fue la perra quien los reconoció y corrió a festejar a Feli. Franco se acercó a Sofi y la abrazó. La tormenta se había disipado.

Sofía y Franco volvieron abrazados y los mellizos corriendo con Pepa por delante. En un momento una mujer empezó a gritar «Manchiiiii», y Pepa fue trotando hacia ella. Se acercaron. La mujer tenía una linterna en la mano y ese dejo cantado del acento uruguayo. Pepa la empezó a lamer y a saltarle. La mujer les contó que se había escapado  y que hacía una semana que la buscaba como loca. «Le gusta el mar», dijo sonriendo. «Se ve que empezó a caminar y llegó hasta acá. Este es su primer verano. Nosotras vivimos a seis kilómetros.» Los cuatro la escuchaban con cierta amargura. A Feli se le notaban los ojitos a punto de estallar.

Un hedor marino vino de la costa. El viento empezó a soplar con ganas. Sofía levantó la mirada y, a lo lejos detrás de los médanos, vio la casa que habían alquilado: enorme, iluminada y vacía. 

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