Cultura | YANINA LATORRE

Sedienta de escándalos

Tiempo de lectura: ...
Julián Gorodischer

Al frente de su propio ciclo de chimentos en la TV abierta, le da rienda suelta a su singular capacidad de monologar sin filtro sobre la vida privada de las figuras públicas.

Adjetivadora serial. En Sálvese quien pueda se muestra como una sagaz cazadora de primicias.

Qué salto. Yanina Latorre se empodera y realiza el programa utópico de la poscrisis: uno sin dinero, donde el parloteo continuo (también Viviana Canosa cultiva ese género) lo asemeja al tan en boga streaming de pura cepa, pero en la tevé abierta, que lo pasa por un filtro antietario y le profundiza el factor «chimento». No casualmente los panelistas de Sálvese quien pueda vienen de ese mundo subterráneo en su masividad, de eso que hoy, en tiempos virales, con todo tan tibio y a la vez tan destrozado, podría llamarse «under».

Junto a ese escritorio modernoso, blanco, compartido entre la Negra Capristo, Lizardo Ponce y Fede Popgold, se coloca Yanina, señora de marcas caras. Los elige de bastoneros para que se instale un diálogo asimétrico en uso y control de la palabra, en el que ella habla, y ellos asienten o la avalan con sonrisas pícaras y monosílabos atravesados de euforia.

No se necesita mayor producción que sus sueldos; no hay móviles propios ni enviados especiales a ningún apostadero de indómitos papparazzi. En lo de Yanina, sin embargo, hay otro fuego: ella se reivindica como la más karateca de las lenguas, disputando a la propia Moria Casán; se enciende y no para, como un cuatrimotor en quinta, y dale que te va ante esos mártires pura oreja que la secundan y casi que no meten bocadillo entre los litros de pura ansiedad oral y goce de la verba.

Es un caso testigo de verborrea típica, de las que por un poco de atención entregan a la madre, a la hija y ni hablar al marido, Diego Fernando alias «Puntita», que tras el affaire con Natacha Jaitt se incorporó como un fijo a su denigrado y amado círculo rojo. Dama del chisme morboso y en perpetuo vibrar de punch, la función de Yanina es echar relato sustancioso sobre «una verdad oculta» del mundo del sentimiento y el ligue, sin culpa como relevo de la antigua «revista de farándula». Entre la decana que se las sabe todas y la nena que lanza verdades e incomoda, Yanina hace torsión de tono, esa cascadita de voz que moraliza y sentencia; se hace adictiva en fuga al agudo. Es el momento del juicio final: ser parte de quienes parten aguas entre lo que está in y lo que está out en territorios de bajas pasiones.

En rol de conductora, sin que le cedan ni le retiren la palabra –aunque siempre la honraron con sus solos, en LAM–, se siente a gusto en el tono de charla improvisada y un poco zarpada que tanto chirría en el streaming auténtico, y aquí corta el otro timing más «profesional», pero remanido y convencional, de los otros programas de panel de América TV.

Es consciente y a la vez prescindente cuando «entra en plano»; se acelera como ante una segunda tarea que la provoca más que exhibirse; y teclea en el aparatito que le provee sus carpetazos (el último grande fue el del presunto affaire de Diego Brancatelli); se acomoda el pelito rubio delante de las orejas, típico gesto de señora de lobby o countryclub: ese toc la expresa singularmente coqueta, como su mamá a la que convirtió en personaje referido y presente en su discurso televisivo.

Se compromete con su tema pero ante todo con lo que es y lo que da su marca: conflicto, saña, contra otra de las «angelitas» cada temporada, ruidosa, duelista contra un amplio porcentaje del espectáculo. Su primer envío como conductora fue el racconto de todos los que hablaban mal de ella, y de vuelta a sus réplicas, hasta que viró al más ameno streaming «casual» en monólogo sin filtro, aunque le sienta mejor la intervención acotada, redondita, con un buen clímax, como cuando la modera Ángel de Brito.


Chica mala
Mujer de principios inverosímiles («Yo no estoy de acuerdo en que le haya dedicado el Martín Fierro», proclamaba), enseguida le sube a todo tema «tres rayitas» –como dicen los mexicanos– y editorializa a viva voz sobre conductas y vidas tan privadas como ajenas. Corre la vara moral a un doble estándar, de paladina de la injusticia, que muta a una delatora insobornable, y seduce a esos tupidos cuatro puntos de rating que, para América, son de lo más visto de sus tardes.

Adjetivadora serial, se sumerge en el celular, fuente y fulgor, de todo lo que ella dice. Yanina monologa sin inhalar (algo que seduce en la TV, desde Niní Marshall a Enrique Pinti), todo mixeado con una lata de amarillo sensacionalista, de ponzoña consciente de su poder de daño, y de histriónica labor a puro semblanteo y saltos al agudo y la carcajada, que producen estallido y rompen el ruido blanco. Su condición de permanencia: una enorme cara de piedra para desnudar la intimidad, en la tevé y en Instagram, donde deja ver la mansión, el barrio parque, lo escatológico (en el aviso del laxante) y la rutina de cuidados faciales desde adentro del baño.

La sin filtro, la incontinente; naturalmente, con los años está más precisa en la bajada de data y es una sagaz cazadora de primicias. Acumula causas judiciales con la displicencia de la que descree de las instituciones y de cualquier engranaje de lo social. Efecto transparencia: ahí está el secreto de Yanina. De todo lo que se dice sobre ella, se ríe con ironía: si sanguijuela de desdichas marketineras, si mandíbula sedienta de escándalo; rara especie en extinción, dicen quienes desconfían, aureolada por el casi medio millón de espectadores que integran sus mediciones. Porque a Yanina, en público, se la denigra, mientras que en privado se la consume con fruición.

Estás leyendo:

Cultura YANINA LATORRE

Sedienta de escándalos

Dejar un comentario

Tenés que estar identificado para dejar un comentario.