Cultura

Clásico de medio siglo

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Escrita con los años 60 como telón de fondo, la obra cumbre de Julio Cortázar pone en juego una estructura compleja que pendula entre la tradición literaria y su completa renovación.

Musical. «Yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él» (Cortázar).

Los años 60 representaron para Julio Cortázar un período de intenso viraje emotivo e intelectual. Se oían en París, donde él vivía, los últimos estertores de la guerra de Argelia: se avecinaba la incontenible victoria de la revuelta popular. Las consecuencias se hacían sentir en toda la sociedad francesa y, naturalmente, en sus medios culturales. Sus sectores políticos e intelectuales estaban profundamente conmovidos, y además el terror se había instalado en el propio «hexágono». Se verificaban atentados diarios con numerosas víctimas, y la respuesta a ellos, como a la lucha en la propia Argelia, era la tortura, la represión cada vez más descabellada. A todo ello, se sumaban movimientos semejantes en el mundo colonial, y también grandes cambios en América Latina, a los que él estaba muy atento.
Las inquietudes de Cortázar por comprender esa nueva realidad se manifestaban en comentarios privados, en sus cartas, en su conducta pública y, como no podía ser de otro modo, en las tensiones por las que iba atravesando su concepción del papel de la literatura y su misma escritura. Comienza a concretarse la trama del exilio que empezará a aparecer en su obra. Fuera de lo anecdótico, del volver o no al país, del estar o no estar, el «trasterramiento» empieza a crecer como depósito de espacios: de los reales y, también, como lugar de reconstrucción personal, con los recuerdos, las fantasías, los sueños y los textos.
El libro que estaba en gestación y que aparece en 1963, Rayuela, es para muchos el más importante de su producción literaria. En una síntesis algo simple, es la historia de Horacio Oliveira, un errabundo en París; sus nostalgias, sinsabores y experiencias sociales, humanas y eróticas; su romance con una uruguaya, la mítica Maga; la pérdida de la relación; su regreso al país y el encuentro con un alter ego, Traveler, cuya mujer, Talita, es también una imagen borrosa de la Maga.
Más allá de los numerosos sentidos que el texto reclama, las similitudes o correspondencias entre novela y vida llaman bastante la atención. Muchos de los complejos entramados de una historia personal se mezclan aquí: la visión del amor, idealizado, inatrapable, generador de búsquedas, de andanzas, de poesía; el continuo viajar casi sin rumbo fijo (a partir del mismo nombre, Traveler); los grupos, conciliábulos, sectas, clubes secretos. Y, muy especialmente, esta consagración de «la figura» como entidad: la dimensión que alcanza la figura nueva compuesta por un conjunto de personas (en Rayuela, en El club de la serpiente). Sumado a todo ello, la necesidad de relatar y de contar, así como de reflexionar y teorizar sobre el arte y la literatura, sobre el papel de estos en la vida del hombre y su destino.
Parte de tales reflexiones, una segunda voz del narrador, Morelli, razona sobre las formas de la «novela futura», retomando una expresión de Macedonio Fernández. Y señala en numerosas oportunidades que «el verdadero y único personaje que me interesa es el lector», y que el objetivo se alcanzará plenamente cuando se consiga «mutarlo, desplazarlo, extrañarlo». Es el modo un tanto dicho, expreso, de alentar la participación, la «complicidad» del lector, impulsándolo a leer y a trabajar, o sea, a producir con su lectura la novela que, sin él, se considera inacabada.

Desde la perspectiva de la forma, es la movilidad del protagonista, del viaje entre un punto geográfico y otro, la que la impregna. A medida que se penetra en la narración, esos desplazamientos no son solamente verificables temáticamente sino también en el interior de la organización textual. Y más aún: los movimientos aparentes de los personajes (de una ciudad a otra, de un lado a otro) son la cara visible de un verdadero sistema de desplazamientos que tiene su origen en el ritmo, como generador tanto del relato como de la historia.
Ese principio rítmico empieza por manifestarse en el mismo «Tablero de dirección», que no es otra cosa que una invitación a moverse, a desplazarse, a «saltar», si se quiere, de un capítulo a otro, de un lado a otro, de una página a otra. Y se halla enunciado de una manera expresa en uno de los capítulos «teóricos» del libro, en el que la imagen que presenta la novela se desdobla: «¿Por qué escribo esto? Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra» (cap. 82).
No son las ideas exteriores y previas a la construcción de la novela las que engendran la escritura, sino otros «impulsos». O, para ser todavía más explícitos, «un balanceo rítmico que me saca de la superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro». Se diría que Rayuela está compuesta a partir de fragmentos, de «jirones», de «impulsos» dentro de los cuales se escribe; cuando estos movimientos acaban, todo acaba, ya que ese «swing» es «para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo que no tengo ya nada que decir».
El intento de Cortázar fue doblemente subversivo: vital y literario. Casi como una culminación de su filiación surrealista y patafísica, todo lo que quería cambiar en la vida parecía hallar su correspondencia en el esfuerzo que estaba haciendo por minar los órdenes tradicionalmente dados en el campo literario. Rayuela funciona como zona de encuentro y de pasaje entre uno y otro territorio: el de la tradición, el de la renovación; el del orden admitido, el del orden subvertido. Por encima de dilucidar si se llevaron hasta el final todos sus propósitos, los cambios que el libro introdujo en la serie narrativa fueron esenciales, al enlazarla con las revoluciones poéticas hispanoamericanas anteriores, y al hacer entrar de un modo tan ostensible como provocativo (pero también tan radical) las transformaciones poéticas en el texto de ficción.

Mario Goloboff

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