Humor | SANTIAGO VARELA

Tecnología de punta

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Santiago Varela

Con el asunto de la pandemia y el crecimiento del uso obligado de dispositivos electrónicos, para algunos que ya pasamos los 40 –hace más de 20 años– las cosas se nos están poniendo un tanto difíciles.
Recordemos que durante la Revolución Industrial la tecnología de punta eran las locomotoras, los barcos, los autos. Estas cosas las fabricaban los países que tenían la ingeniería y, fundamentalmente, los billetes para hacerlos. Sin embargo todos podíamos saber cómo funcionaba, porque la mecánica se «veía» y se entendía. En cualquier pueblo perdido, de cualquier provincia más perdida todavía, nunca se produjo un coche, pero había decenas de mecánicos, con grasa hasta las orejas, que los arreglaban, fabricaban repuestos y hasta los modificaban. ¡Fangio o Gálvez podían cambiar una tapa de cilindros en plena carrera rodeados solo de vacas! La misma lógica de la mecánica servía para arreglar un ventilador, una bicicleta, una máquina de escribir. La radio era más complicada, pero existía el Palacio del Radio Armador que siempre nos salvaba.
En cambio la electrónica introduce el concepto de caja negra. Nadie, salvo los fabricantes, saben qué corno hay adentro. Nadie puede reparar ni fabricar una plaqueta con circuitos integrados, de la que solo sabemos el nombre y no tenemos la mínima idea de cómo funciona.
Todo es muy vertiginoso. El teléfono celular nació para hablar por teléfono y ahora lo que menos se hace es usarlo como teléfono. Sirve para pedir un taxi, ver una peli, escuchar a Madona, ver cómo cerró el Bitcoin en la bolsa de Singapur, saber en qué parte del mundo estamos por el GPS, sacar fotos, hacer videos, reírnos con los memes, entrar en redes de las que no podemos salir jamás porque son verdaderas redes, y, si de última nos queda tiempo, llamar a la vieja para que nos prepare unas milanesas.
Mandamos un mensaje por WhatsApp y no sabemos cómo hace para llegar a destino, por dónde va, si se guarda, dónde se guarda, si otros lo leen o si un algoritmo lo algoritmea. No sabemos nada. Solamente apretamos botones y la magia se encarga del resto.
Eso hacen los pibes. El problema para nosotros está cuando apretamos el botón equivocado y no sabemos volver. ¡Estamos al horno! El aparato maldito nos pide cosas imposibles como claves con números, letras, signos… y si puede ser en caracteres cirílicos, mejor. Y cuando finalmente aprendemos cómo hacer algo, las empresas cambian ese algo –dicen que lo mejoran– y nos quedamos como los indios diaguitas cuando pisaban una brasa: en bolas y a los gritos.
Estoy pensando seriamente en que no estaría mal ir a Cuba a poner a punto algún Chevrolet ’52.

Pablo Blasberg

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